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San Antimo y compañeros mártires
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Santo Hermano Pedro de San José de Betancurt
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
NUESTRA SEÑORA DE LAS NIEVES
Dedicación de la basílica de Santa María la Mayor Memoria libre
5 de agosto
Nuestra Señora de las Nieves es, lo mismo que Santa María la Mayor, una de las cuatro basílicas madres del mundo cristiano. Ni San Pedro del Vaticano, ni San Pablo extramuros, ni San Salvador de Letrán habían osado establecerse en el corazón de Roma; fue María la que, cumpliendo la invitación del salmista: «Con el poder de tu belleza avanza, triunfa y reina», plantó el estandarte de la cruz en la ciudadela misma del paganismo. Penetró en la ciudad, atravesó los jardines de Mecenas y puso su planta en el Esquilino. La torre desde la cual Nerón había contemplado y cantado el incendio de Roma, fue derruida; el templo en el cual la reina Juno recibía a las parejas de los novios que venían a implorar sus auspicios, cedió sus columnas y sus bronces a la nueva basílica cristiana. La reina del Cielo destronó a la reina del Olimpo. Los fieles pasaron delante del altar dejando su ofrenda y su plegaria; los siglos tejieron en torno su tapiz deslumbrante de arte y de poesía. Siglo IV: El nombre de María no suena aún en la altura; pero existe ya la basílica. Es la basílica Siciniana. En vez de blancura de nieve, en su pavimento hay carmín de sangre. Los partidarios de San Dámaso ludían en su recinto con los secuaces del antipapa Ursino; en los ábsides repercuten los gritos de los combatientes y los ayes de los moribundos. Siglo V: Los padres de Éfeso anatematizan a Nestorio y proclaman el triunfo de María contra la serpiente. El pueblo recorre la ciudad cantando himnos y encendiendo luminarias en honor de la Theotocos (431). Los ecos llegan hasta Roma, y Roma se estremece de entusiasmo. Las damas ofrecen sus joyas, los consulares su plata, los artistas su arte, y el Pontífice Sixto III su dirección. La basílica Siciniana se cubre de mosaicos y pinturas que celebran el misterio de la maternidad divina de la Virgen. Aún los admira el arqueólogo, aún los venera el peregrino. Aquí, el ángel anunciando a María la celeste embajada; allí, la escena de la Visitación; más lejos, María con el Niño en los brazos, y delante, los Magos, que presentan sus ofrendas; y, al fin, la huida a Egipto, la palmera en medio del desierto, la línea azul del gran río, los templos de los ídolos que se derrumban llenando de terror a los sacerdotes y a los guerreros. La basílica Siciniana se convierte en Santa María la Mayor, en el templo de la Madre de Dios, «digno del seno que dio al mundo los tesoros de la salud», según decía la inscripción de la puerta. Las tres amplias naves se enriquecen con los dones de los devotos; el arco triunfal relumbra con las magnificencias de la inspiración artística; los ábsides se cubren de lámparas y tapices, de historias bíblicas y representaciones marianas. Siglo VII: Una nueva advocación, que aumenta la devoción popular: Santa María ad praesepe. La iglesia dedicada al misterio de la maternidad divina evocaba la gruta de la Natividad, como la iglesia de la Santa Cruz in Jerusalem decirlo así, reproducía el monte Calvario. Al lado de la basílica surgió la gruta, estrecha, oscura y recogida como la de Belén. Nada faltaba allí para recordar a los fieles la imagen del pesebre verdadero; cuando, durante la Nochebuena, el pueblo se agolpaba en los alrededores para oír la misa del Papa, todos se imaginaban contemplar el establo sobre el cual cantaron los coros de los ángeles. Hasta se enseñaban trozos de piedra y adobe, que, traídos del Oriente, añadían nuevo prestigio al pequeño oratorio, que era uno de los rincones más venerados de Roma. La gruta de Roma no tenía nada que envidiar a la de Belén. La vencía en esplendor y en riqueza. Los Papas iban dejando allí, testigos de su piedad, las joyas más preciosas: «Gregorio III (731-741) puso una imagen de oro y gemas, que representaba a la Madre de Dios abrazando a su Hijo... Adriano I (772-795) cubrió el altar con láminas de oro... León III (795-816) cubrió las paredes de velos blancos y tablas de plata acendrada, que pesaban ciento veintiocho libras.» Siglo XI: Aparece, por fin, la leyenda, que inmortalizó en la misma basílica un discípulo de Giotto. A la izquierda vemos al Papa Liberio dormido, con la mitra al lado; encima, ángeles y llamas; y delante, la Virgen, que parece hablarle de las flores de nieve con que se va a adornar el estío romano. En otro cuadro, Juan, el fabuloso patricio que pondrá su dinero para la construcción de la basílica. También él duerme, y ve su sueño iluminado por la celeste aparición. A continuación, la Virgen, haciendo descender la nieve sobre el monte Esquilino, y consagrando a su memoria el campo nevado. El pueblo acogió la leyenda alborozado, los artistas la reprodujeron en sus lienzos, los poetas la cantaron en sus odas, y Santa María la Mayor sigue siendo todavía Nuestra Señora de las Nieves. Pero aquella leyenda tenía un sentido profundo, y por eso
se hizo popular. La nieve es blancura, candor, inocencia. La nieve
legendaria del agosto de Roma es aliento fresco y suave en medio
de los ardores del fuego. Y pensamos sin querer en la Santísima
Virgen. La nieve es doblemente su emblema. La liturgia la compara
con la zarza que brillaba en el desierto ante los ojos de Moisés.
Las llamas crepitaban y se retorcían en torno, pero sin
ajar sus flores, sin amortiguar su perfume. Eso es María:
es una zarza que no se quema en medio de las llamas de la concupiscencia;
y es, dice San Sofronio, el obispo poeta, una Virgen más
pura que la nieve recién caída. La blancura de la
nieve de las montañas nos deleita y nos admira; ni el cáliz
del nardo, ni al ala del cisne, ni la espuma de las olas están
más limpias y brillantes. No podía encontrarse más
bello emblema de la mujer a quien decimos todos los cristianos:
«Toda hermosa eres, oh María, y en tí no hay
sombra de mancha.» |
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